Llegamos
al último. Día cinco, texto cinco.
Cerramos el especial. Pero lo que damos por terminado es el formato, uno por día y en
primera persona. Estas son cuestiones que no deben darse nunca por concluidas.
No
empezamos este lunes a escribir, o publicar notas de otros, bajo esta temática, y definitivamente no será la última vez que lo hagamos.
Ahora
sí, vamos al texto. Este es uno de acá y no hubo necesidad de traducción (¡Te
doy las re mil gracias!)
Hoy:
Josefina Licitra
Viajar sola
El
asesinato de las dos chicas en Ecuador abrió un debate sobre el riesgo de ser
viajera. El recuerdo de un paseo por Chiapas con veintiún años.
Me fui
a Chiapas sola a los veintiún años. Llevaba el pasaje abierto, una mochila, un
par de sandalias Birkenstock, una cámara de fotos -que apenas usé- y unas ropas
de bambula que se me volaban con el viento. Llevaba también –o sobre todo- una
libreta de notas que perdí apenas volví de México y que ahora, con vistas a
este texto, busco y encuentro con estupor y con miedo.
¿Quiero
leer? Vistas desde la distancia, las notas de viaje operan como una película
antigua por la que circula la mejor parte –la más intrépida- de lo que alguna
vez fuimos. Ni Chiapas ni yo somos los mismos. Hemos, como mínimo, ganado
heridas y perdido ingenuidad. Pero quizás esa condición mutante sea lo
interesante del asunto. Así que tomo la libreta y miro. En la primera página,
escrito en letras gastadas, sólo hay un nombre: Mario Alberto López Fernández.
Luego hay una dirección: Ramón Corona #15, barrio de Santa Lucía, San Cristóbal
de las Casas, Chiapas, México. Después no hay nada.
Ahora
empiezo a acordarme.
Mi
memoria es pésima y yo no la
ayudo. Salvo que esté trabajando, tomo fotos y notas sólo
cuando me resulta indispensable. Por estas dos razones, buena parte de mi
biografía se construye siempre con materiales brumosos y en base a ramalazos de
imágenes que van apareciendo. Puedo decir, entonces, muy pocas cosas de mi
llegada a México. Sé que aterricé en el Distrito Federal de día. Que me llevó
hasta el hotel un escarabajo celeste y ruidoso. Que me quejé por el precio del
traslado (siempre viajo excesivamente preparada para la estafa). Que conocí la
casa azul de Frida Kahlo y pensé que algún día yo tendría una casa azul. Y que
mi ropa era demasiado transparente para México.
Si
alguien pregunta qué fue el DF para mí –al menos esa primera vez- sólo se me
viene a la mente esta escena: voy caminando con mi pollera de bambula por el
Parque San Martín, cuando un hombre de bigotillos pasa a mi lado y me dice al
oído una frase libidinosamente descriptiva en la que cuenta todo lo que se ve
–o él cree ver- a través de la
tela. Desde ese momento, el DF se transforma en una ciudad
donde casi cualquier cosa puede ser leída en clave de provocación.
Me
asusto, me enojo, no sé: a los tres días me voy.
Mi
primer viaje sola fue a los diez años. Tenía que visitar a mi padre, que vivía
en España –donde aún reside-, y por más de un motivo no había nadie que pudiera
acompañarme. En los mostradores del check in mi madre pidió al personal de
abordo que se hiciera cargo de mí y me cuidara en las escalas, pero la
respuesta fue impensada: una azafata le pidió plata, y mi madre –que no tenía
para coimas- hizo lo único que pudo hacer. Me tomó de los hombros, me miró a
los ojos, me dijo: “Jose, mantenete muy atenta” y me dejó sumida en un estado
de vértigo y felicidad: dos sensaciones que me ocuparían una y otra vez en los
años subsiguientes, cada vez que me fuera –siempre sola- a España. Moverme en
las escalas, hablar con los extraños del asiento contiguo y traducir el
lenguaje binario de los aeropuertos (todo era, para mí, letras y números que
había que saber leer) se transformó en un primer síntoma de libertad.
Después,
a pesar de que volví a volar sola y de niña en algunas otras oportunidades,
recién a los dieciocho años hubo un segundo viaje que ubico en la lista de los
fundamentales. Esa vez me había ido a Europa con dos amigas y en un momento del
trayecto, cuando estábamos en Praga, decidimos separarnos: ellas querían ir a
Grecia y yo quería volver a España para estar unos días con mi padre. El
regreso a Madrid fue en tren, de noche y acompañada por un misterioso marroquí
que estaba en mi compartimiento, que se tomaba el estómago –parecía herido de
arma blanca- y que preguntaba por Diego Maradona. Pero lo importante no fue
eso, sino lo otro: en algún momento, sé que miré el mapa de ciudades por las
que pasaba el tren y me detuve en Milán. Quería, supe de improviso, conocer
Milán. Y cuando el tren llegó a la estación, en la medianoche de un sábado,
tomé la mochila, me bajé sin pensarlo y recuperé aquella sensación de la
infancia: el vacío en el estómago –y el arrebato vital- de saberme sola.
Pasaron
desde este último episodio casi dos décadas. Y ahora, revisando estas
anécdotas, noto que forman parte de la misma línea de sentido que terminó en
Chiapas. El viaje a México se gestó cuando yo era chica, creció cuando me bajé
del tren y alcanzó su madurez, finalmente, a los veintiún años, cuando llegué
al DF convencida de que ahí empezaba una aventura iniciática y con la seguridad
de que esa libertad que me colmaba había sido cocinada largamente, durante
muchos años.
No
recuerdo cuánto duró el viaje del DF hasta San Cristóbal de las Casas,
considerado “capital cultural” del estado de Chiapas. Según la información que
encuentro en Google, ambos puntos están separados por 913 kilómetros y eso
significa que –si se va por tierra- el trayecto es bastante largo. En auto, el
traslado toma diez horas. Y en ómnibus –que es como yo fui- todo puede durar
bastante más.
De
aquel viaje tengo esta imagen: hay un ómnibus oscuro y de cortinas cerradas,
hay una gallina, y hay un aire caliente y robusto. “Por los costados nos pasan
indios de la Selva
Lacandona –dice mi libreta-. También hay militares verdes en
camionetas verdes y armados hasta los dientes con metrallas verdes. Todo es
verde por acá”.
Llegué
a San Cristóbal de las Casas al atardecer. Era, ya a primera vista, un pueblo
colonial encantador. Hoy San Cristóbal tiene 180 mil habitantes, pero en ese
entonces era un páramo íntimo, encendido y prolijo, surcado por calles angostas
y con edificios de inolvidable belleza. De todas esas construcciones (la
Catedral, el Municipio, los caserones adaptados para el turismo) la que más
recuerdo es la Iglesia de Santo Domingo. No tanto por el interior o la fachada,
sino porque en la entrada se desplegaba un mercado artesanal.
Apenas
bajé del ómnibus, dejé mi bolso en el hostal y fui a la feria. Allí di algunas
vueltas y luego me senté en un muro a tomar aire. A mi derecha, vigilando su
puesto de platería y piedras, estaba el tal Mario. Era artesano, le gustaba
Fito Páez y había leído a Borges -tres factores que, en ese entonces y tal mi
estupidez, te volvían buena gente casi por defecto- y dijo lo mejor que me
podía decir: “No tienes pie de turista: tienes pie de viajero”. El comentario
me iluminó. Yo quería ser viajera. Amaba a las viajeras. No admitía forma más
temeraria de habitar la Tierra que la de mi admirada Nellie Bly: una periodista
norteamericana que a fines del siglo XIX había dado la vuelta al globo en menos
de ochenta días, y que luego había publicado sus crónicas en varias entregas y
bajo el título La vuelta al mundo de Nellie Bly. Así que, si bien entiendo que
los tipos dicen cualquier cosa con tal de coger, lo cierto es que la del “pie
de viajero” fue la frase exacta. Me quedé entonces hablando con Mario y cuando
llegó la noche fuimos a cenar a una fonda con un gran televisor.
“Él dice
que su padre era albañil y borracho y que murió de un tiro en un asalto pero no
me animo a preguntarle si el padre era el asaltado o el asaltante. También dice
que su mamá lo dejó cuando él era chico. No sabe más de ella. Mario habla como
arrastrando la lengua: o es tranquilo o es borracho como su padre”. Eso dice mi
libreta de notas. Lo que no dice es que, hacia el final de la cena –en la que
hablé de mi viaje- Mario soltó esta frase:
—Quiero
ir contigo.
No
estaba mal. Yo no tenía demasiados planes, pero empezamos a trazar un
itinerario. Iríamos primero a las cascadas de Agua Azul, después a Palenque y
después yo seguiría hasta la costa –donde me esperaban unas amigas- y él se
volvería a San Cristóbal. Así lo decidimos en el bar y así lo trazamos en un
mapa horas más tarde, instalados en su casa que a la vez era un taller de
platería. El olor del metal era asfixiante y el taller –pequeño- era el lugar
más cochambroso que había visto en mi vida.
Pero yo
era joven. Allí dormí.
“Quiero
aportar mi visión en el fértil terreno de la huida. Es una visión
teórica, lamentablemente. Los ejes del estudio serán la población femenina
escapista, el año 1904 –en el que observé interesantes éxodos, fugas, muertes y
demás formas de abandono- y yo. Me asumo botón de muestra. En tal año se
produjo mi nacimiento, y desde el principio sentí una especie de furia
generacional que me incitaba al camino. Después descubrí que no estaba sola, un
montón de féminas padecían la misma fiebre. Las primeras habían nacido en el
siglo XIX. Después la temperatura bajó, hasta este hielo que nos invade: la
maternidad, la moda y el amor conspiran contra las vagabundas”. Esto dice la escritora Fernanda García
Lao en su libro Vagabundas.
Desde
que lo leí –y porque viajé- siento que ese libro me habla.
Las
cascadas de Agua Azul están al norte del estado de Chiapas y a 200 kilómetros de
San Cristóbal de las Casas, y consisten en una serie de cañones y acantilados
de agua de un color eléctrico, flanqueados por una vegetación de selva de
montaña. Hoy –según se ve en la web- Agua Azul es un destino turístico
consolidado, donde hay más de un lugar donde comer y alojarse. Pero en aquellos
años el lugar era distinto: era un tesoro acuamarino al que una parte de la
clase media y baja recurría cuando quería ir al Paraíso.
Nunca
vi un lugar así: tan vacío, tan religiosamente bello.
Apenas
llegamos, nos sentamos a orillas del río Tulijá, en un mínimo tinglado, a comer
un pescado a la
parrilla. Según mis notas, era una trucha que nos costó –con
bebida y papas- cinco dólares, y que se ve que nos cayó bastante bien porque
después de almorzar nos fuimos a caminar río arriba. Conforme nos alejábamos,
la vegetación se iba haciendo más espesa y el rumor del río se mezclaba con los
ruidos de la selva
Lacandona. A los lados, cada tanto, se veía una cruz: algunos
turistas se fiaban de la quieta superficie del agua y entonces saltaban, y
morían abducidos por el fondo y sus ferocidades.
Las
cruces eran, a su modo, el mensaje más claro que dejaba Agua Azul: había que
respetar. La naturaleza era, siempre, la última palabra sobre todas las cosas.
—Aquí,
los únicos que lograron instalarse con prudencia fueron los Rainbow –dijo
entonces Mario.
Los
Rainbow eran una comunidad hippie –radicalmente hippie- que vivía río arriba,
entre los árboles, y que era conocida por saber relacionarse con los tzaltzal
–la etnia originaria de la zona- y por haberse comido todos los hongos
alucinógenos de la
comarca. Los Rainbow dormían en hamacas, eran rubios y eran
–sobre todo- invisibles, lo que significa que a la vez eran un mito. Y si bien
nunca vi uno, desde ese momento supe que los Rainbow encarnaban buena parte de
lo que yo quería –o creía que quería- para mi vida de entonces. “Busco a los
Rainbow sin suerte. ¿Existen? –leo en mi libreta de notas-. Hasta ahora sólo
veo nenitas tzaltzal. Se bañan en silencio y friegan la ropa en silencio.
Muchas son hermosas, todas son flacas. En la tarde bajan a vender tortas,
frutas y plátanos. Están descalzas. Mario dice que no usan calzado porque las
aleja de la tierra y que eso es cultura. Yo pienso si será pobreza. Cuándo es
cultura y cuándo es pobreza: un misterio”.
Un rato
después, regresamos por el mismo camino, al costado del río, y con la caída del
sol buscamos un lugar donde dormir. Para pasar la noche había unos cuartos de
siete dólares que tenían, por toda facilidad, cuatro puertas, un techo y una
cama. Y aparte, por tres dólares, había unas hamacas anudadas a los árboles.
Descansamos allí, en las hamacas, en la noche más viva del mundo y con el grito
sordo de las aguas a nuestras espaldas.
A la
mañana siguiente fuimos a las Ruinas de Palenque, ubicadas a poco más de 60 kilómetros de Agua
Azul. Ese era el último tramo que haríamos juntos. Yo me encontraría luego con
unas amigas en la costa del Caribe. Dado que era un día especial, desayunamos
ceremoniosamente unos sándwiches de queso y una enorme jarra de jugo de sandía.
Después partimos. El trayecto fue breve. En el camino a Palenque –que hicimos
en ómnibus- iban pasando las decenas de familias que trabajaban el plátano, el
café y el maíz, a la vez que Mario funcionaba como una suerte de parlante que
traducía y aportaba –como si hiciera falta- el lado social del asunto. Mario
hablaba de pobreza, de familias al límite y del Subcomandante Marcos: el hombre
que dos años atrás –en 1994- y a través del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional, había iniciado un movimiento para devolverles a los indígenas algo de
la dignidad y del poder perdidos.
“Algo
falló con todo esto cuando los que tienen dinero son los turistas, y no los
hijos de Tikal” dice mi libreta que dijo Mario. Pero luego de esa frase no hay
más nada. Ni una sola palabra. Esa línea es lo último que llevo escrito y la
razón es vergonzosamente prosaica: el jugo de sandía -supe al llegar a
Palenque- había sido preparado con agua de la canilla, por lo que mi paso por
las ruinas -una zona arqueológica maya ubicada en plena Selva Lacandona,
bastante mas exuberante que Chichén Itza- fue un calvario del que salí
reptando.
Del
último día de mi viaje iniciático tengo varios recuerdos, pero prefiero
ahorrárselos al mundo y filtrar esta única síntesis: lejos de llorar por la
despedida, me subí al ómnibus rumbo a Playa del Carmen con el alivio de saber
que en la Riviera Maya
había farmacias. En cuanto a Mario, nos intercambiamos señas, juramos
escribirnos y –como corresponde- no nos escribimos nunca. Pero acabo de
buscarlo y tiene Facebook.
Qué
terrible, pienso cuando veo su foto.
Cómo
pasan los años.
(Este
texto fue publicado en el libro “Mujeres que viajan solas”, editado por el
diario chileno “El Mercurio”.)
Josefina Licitra es
periodista y narradora. Su último libro es El agua mala. Escribió para Rolling
Stone, Revista Orsai, Newsweek, Vogue, Brando, El País Semanal, Etiqueta Negra
y Gatopardo, entre otras. En 2004 ganó el premio CEMEX-FNPI en la categoría
texto. Dictó talleres de crónica periodística y publicó el libro de crónicas
Los Imprudentes.
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