martes, 8 de marzo de 2016

MUJER - II (Algunas nociones sobre las tetas)

2:11 p.m. Posted by DC , No comments
Y llegó el día -tampoco había que esperar tanto- 8 de marzo y aquí estamos. El segundo texto de la auto-encomendada misión "uno por día", en la semana de la mujer.
Abajo encontrarán el link a la versión original en ingles de "A few words about breasts". Tuvimos toda la noche a nuestro mono traductor a base de café, cigarrillos y anfetaminas, dando este bello artículo como resultado.

Nadie habla mejor de serlo que ellas mismas.


Hoy: Nora Ephron


Algunas nociones sobre las tetas

Tengo que empezar con unas palabras sobre la androginia. En la escuela, en quinto y sexto grado, todos somos tiranizados por un grupo de reglas rígidas que supuestamente determinan si sos nene, o nena (…) Aprendemos que las maneras de sentarnos, de cruzar las piernas, sostener un cigarrillo, de cómo te mirás la uñas, como haces todo esto instintivamente era prueba absoluta de tu sexo. Ahora bien, obviamente muchos no toman esto tan literalmente, pero yo lo hice. Pensaba que un desliz, solo una cruzada incorrecta de piernas, o la manipulación de un cigarrillo imaginario me iba a convertir lo que fuera que yo sea en otra cosa; que solo eso bastaría.

Aun siendo externamente una niña y teniendo todos los “adornos” asociados a la feminidad –un nombre fácilmente identificable de mujer, vestidos, mi propio teléfono, un diario- pasé los primeros años de mi adolescencia con la certeza absoluta de que en algún punto lo iba a arruinar. No me sentía como una chica. Era varonera. Era atlética, ambiciosa, competitiva, ruidosa y bulliciosa. Tenía las rodillas magulladas, las medias flojas sobre los zapatos, y podía lanzar una pelota apropiadamente. Yo quería desesperadamente no ser de esa manera, no ser una mixtura de ambas cosas, en su lugar solo una, una chica, definida e indiscutible. Tan suave y rosa como un ramo de flores. Y nada me ayudaría salvo, sentía en ese entonces, mis tetas.

Era alrededor de seis meses más chica que el resto de mi curso. Así que durante esos seis meses desde que comenzó, que mis amigas iniciaron a desarrollarse (esa es la palabra que usábamos ‘desarrollarnos’), no estaba particularmente preocupada. Me sentaba en la bañera, mirándome el pecho, pensando que cualquier día, en cualquier segundo iban a empezar a crecerme como a todo el mundo. No lo hicieron. “Quiero comprar un corpiño”, le dije a mi mamá una noche. “¿Para qué?” Respondió. Mi vieja odiaba los corpiños, y para la época en que mi hermana menor había llegado al punto de necesitarlo, se las arregló para tornar todo en un paso de comedia. “¿Por qué no te ponés dos curitas?” Decía. Era un orgullo para mi mamá nunca haber tenido que usar uno hasta que tuvo a su cuarto hijo, y solo porque el ginecólogo la obligó.

Era incomprensible para mí por qué alguien estaría orgullosa de algo como eso. Eran los ’50 por el amor de Dios, Elizabeth Taylor, sweaters de kashmir ¿Cómo no veía eso? “Soy demasiado grande para usar una camiseta debajo de la ropa”. Gritando. Llorando. “Entonces no uses una camiseta debajo de la ropa”. “¡Pero quiero comprar un corpiño!”.”¿Para qué?”.

Supongo que para la mayoría de las chicas, las tetas, los corpiños, todo eso es traumático. Tiene más que ver con el devenir de la adolescencia, con convertirse en mujer, más que cualquier otra cosa. Ciertamente mas que el período, aunque eso también es traumático, simbólico.

Pero las tetas se pueden ver; están ahí; son visibles. Mientras que cualquiera puede jactarse de tener su periodo, mucho antes, meses tal vez de tenerlo realmente, y nadie notaría la diferencia. Que es exactamente lo que hice yo. Solo tenés que hacer un gran revuelo sobre tus dolores abdominales, y quejarte durante cuatro o cinco días por mes (…)

Pero a diferencia de cualquier dolor que haya sufrido, yo adoré los dolores de los calambres, les di la bienvenida, me regocijé y alardeé sobre ellos. “No puedo ir, tengo calambres”, “No puedo hacer eso, tengo calambres”, y mayormente riéndome y sonrojándome “No puedo nadar, tengo calambres”. Nadie usaba la palabra más fuerte. Menstruación. Dios, que fea palabra. Nunca eso. “Tengo calambres”.

La mañana que tuve mi primer período, fui a la habitación de mi mamá y le conté. Y mi madre, la absolutamente negada a los corpiños, rompió en llanto. Fue en verdad un momento hermoso, y lo recuerdo tan claramente no solo porque fue una de las dos veces que la hice llorar (la otra fue cuando siendo descubierta como una cleptómana de seis años), si no también porque ese momento no significó para mí, lo que sí para ella. Su niña pequeña, su primera hija, finalmente se había convertido en mujer. Era por eso que estaba llorando.

Mi reacción al evento, sin embargo, era que yo podría ser una mujer en un sentido más científico (y podría al menos dejar de fingir cada mes). Pero en otro sentido –en uno mas visible- era tan andrógina y tan capaz a volcarme a una adolescencia varonil, como nunca.
Empecé con el corpiño mas pequeño. Con el más pequeño que se hacía en ese momento, al menos. Tengo entendido que ahora podés comprar algunos para nenas de cinco años sin copas ni nada. Los llaman corpiños de preparación o algo así.
Fui a comprarlo sola, temblando, con la seguridad de que me verían, y sonreirían diciéndome que regrese el año próximo, cuando crecieran. La vendedora me llevó al vestidor y se quedó ahí mientras me quitaba la blusa y me probaba el primero. Las pequeñas copas resaltaban en mi pecho. “Inclinate” dijo la vendedora. Me incliné con la esperanza fugaz que mis tetas milagrosamente salieran de mi cuerpo hacia las almohadillas. Nada.

“No te preocupes”, me dijo mi amiga Libby algunos meses después, cuando las cosas no mejoraron. “Las vas a tener después de que te cases”
“¿De qué estás hablando?” le dije.
“Cuando te cases”, Libby explicó, “tu marido las va a tocar, frotar y besar, y ahí te van a crecer”
Eso fue la muerte. El besuqueo, podría con ello. Coito, también podría. Pero nunca se me había cruzado por la cabeza que un hombre me iba a tocar los pechos, que eso tenía que ver en algo con todo el asunto, caricias, Dios, nunca mencionaron caricias en mi librito sobre la fertilización de un óvulo. Empecé a marearme. Porque supe al instante –tan ingenua como había sido hace tan solo un momento- que solo una parte de lo que estaba diciendo era verdad, la parte de los besos, caricias, y roces, no la del “crecimiento”. Y ahí supe que nunca nadie iba a querer casarse conmigo. No tenía tetas. Nunca tendría tetas.

Mi mejor amiga en la escuela fue Diana Raskob (…) Fuimos mejores amigas desde los siete años. Éramos igualmente populares en clase (lo que es decir, no mucho), teníamos el mismo éxito con los chicos (extremadamente intermitente), y nos parecíamos bastante. Oscuras. Altas. Desgarbadas.
Es un septiembre, ya con once años, justo antes que comiencen las clases, y luego de no vernos en todas las vacaciones de verano, nos encontraríamos a mitad de camino entre su casa y la mía, para ir a comer y hablar de lo que nos había sucedido en ese tiempo. Estoy caminando, con mis jeans, la camisa de mi papá suelta, mis mocasines rojos con las medias colgando sobre ellos, y viniendo hacia mí ahí esta ella… tomo aliento… una joven mujer. Diana. Su pelo está enrulado, y tiene cintura, y caderas, y busto, y está usando una falda recta. Un artículo de vestir que me había dicho repetidamente que no usaría hasta tener las caderas que la sostuviera. Se me cae la mandíbula, y de repente estoy llorando, llorando histéricamente, no puedo respirar del llanto. Mi mejor amiga me había traicionado. Había seguido adelante sin mí, y lo había logrado ¡Había formado su figura!

Estas son algunas de las cosas que hice para ayudar:
Compré el desarrollador de pechos de Mark Eden 
Dormí sobre mi espalda por años.
Las salpiqué con agua fría cada noche, porque una actriz francesa había dicho en la revista Life que eso era lo que hacía por sus perfectos senos.

Por último me resigné y empecé a usar corpiños con relleno. Pienso en eso ahora, pienso en todos esos años en la escuela en que iba de un lado para el otro con ellos, mis tres corpiños con relleno, cada uno de un tamaño distinto. Cada vez que cambiaba de corpiño, cambiaba el tamaño de mi busto: una semana, lindos pechos turgentes, pero no muy llamativos, la semana siguiente tamaño medio, ligeramente puntiagudos, la siguiente, tetas, un verdadero par de tetas. Todo el tiempo cargaba con estas almohadillas en mi pecho, que ocasionalmente al chocar contra una pared, o algo, se metían hacia adentro y debía acomodarlas hacia fuera –pienso en eso ahora, y no puedo entender como al verlo la gente podía mantener un gesto serio y no reírse. Mis padres, quienes normalmente no tenían restricciones para fastidiarme ¿Por qué no decían nada mientras miraban mis pechos subir y bajar cada semana? Mis amigas, quienes periódicamente inspeccionaban mis tetas en busca de señales de crecimiento, y me tranquilizaban ¿Por qué al menos no me aconsejaban tener coherencia en los tamaños?

Y los trajes de baño. Moría cuando pensaba en ellos (...)
Me ponía uno, una absurda malla enteriza con enormes senos incorporados. El armazón del traje me apuñalaba en las costillas y dejaba pequeñas marcas rojas en toda la zona.
Y ahí estaba yo, plana desde la clavícula hasta el comienzo de la malla, completamente vertical, y de repente ¡zas! viene todo este relleno, y alambres, todo absolutamente horizontal.

Buster Klepper fue el primer chico en tocarlas. Era mi novio a los diecisiete. Hay una foto de la época que lo muestra atractivo en su propia forma de judío con anteojitos. Pero lo que la foto no muestra son los granos, que habían sido maquillados, o su idiotez. Bueno eso no es del todo justo, no era un idiota. Solo que no particularmente inteligente. Su madre se rehusaba a aceptarlo, rehusaba aceptar los informes escolares sobre su desempeño “promedio”, se rehusaba a lidiar con el inevitable destino de su hijo. “Lo sometimos a pruebas”, solía decirme de la nada “y salió con ciento cuarenta y cinco. Eso es cerca de ser un genio”. Cundo aparecieron las palabras “bajo rendimiento”, ella probablemente lo atribuía a mi compañía.

De todas maneras él era un chico muy dulce, lo que es, y lo se, un elogio condenatorio. En nuestra primera cita fuimos al cine, y luego empezamos a salir. Íbamos a todos lados en su auto, una coupe Ford 1950, verde. Y ahí empezó el besuqueo. Tremendo besuqueo. Chapábamos en el auto, mirando por sobre Los Ángeles. Luego en la cama de sus padres. Increíblemente hermoso, y frustrante besuqueo. Me encantaba, de verdad, pero no más allá de eso, por favor no. Porque ahí estaba yo, aterrorizada con las implicancias de “ir mas allá” con alguien “no tan inteligente”, y muerta de miedo también de que se entere que lo que iba a encontrar era cercano a la nada (lo cual ya sabía, por supuesto, no era tan tonto).

Corté con él y como a las dos semanas, en una fiesta escuché la canción de nuestra primera cita, lo vi como una señal y fui a reconciliarnos (…) Esa misma noche salimos y lo dejé meter sus manos bajo mis almohadillas y sobre mis pechos. A él no pareció importarle el tamaño en lo absoluto.

“¿Te vas a casar con mi hijo?” dijo la mujer.
“Sí” dije yo.

Tenía diecinueve años, era virgen, y ahí estaba diciéndole a esta extraña mujer que pretendía parecer gentil que quería casarme con su hijo.

“Bien” dijo. “Esto es lo que vas a hacer. Siempre asegurate de ir vos arriba, así no pareces tan pequeña. Mi busto es muy grande, ves, así que siempre voy abajo para que se vean mas pequeños, pero vos, asegurate de estar arriba la mayoría de las veces.”

Asentí con la cabeza. “Gracias”, le dije.

“Tengo un libro para que leas”, y salió a buscarlo.”Llevalo cuando te vayas, quedátelo.” Fue al estante, lo encontró, y me lo dio. Era un libro sobre la frigidez.

“Gracias”, le dije.

Esta es una historia real. Todo en este artículo es real, pero siento que debo hablar por la veracidad de esta en particular. Pasó el 30 de diciembre de 1960. Pienso en esta historia a menudo. Cuando sucedió, yo naturalmente asumí que el hijo de la mujer, mi novio, era el responsable. Me inventé un escenario donde él teniendo una charla a corazón abierto con su madre, le había confesado que su única objeción con respecto a mi, era que mis tetas eran pequeñas, y luego ella decidió ayudarlo. Ahora pienso que estaba equivocada. La madre estaba actuando por su cuenta, pienso: esta es su manera de ser cruel y competitiva debajo de un disfraz de ayuda maternal. Tenés pechos pequeños, estaba diciendo, por lo tanto nunca lo vas a hacer feliz como lo hago yo. O, tenés pechos pequeños, por lo tanto vas a tener sin dudas problemas sexuales. O, tenés pechos pequeños, por lo tanto, sos menos mujer de lo que soy yo.

Ella fue, como resultó luego, la primera de una red interminable de mujeres que hacían comentarios competitivos conmigo sobre el tamaño de los pechos. “Me encantaría poder ponerme un vestido así” decía mi amiga Emily, “pero mi busto es muy grande”. Así nomás ¿Por qué las mujeres me dicen estas cosas? ¿Atraigo esta clase de comentarios así como otras mujeres atraen hombres casados, alcohólicos u homosexuales?

Este verano, por ejemplo. Estoy en una fiesta y me presentan a esta mujer de Washington. Es algo así como una celebridad ahí, muy sureña, rubia, extrovertida, y estoy alagada porque leyó algo que yo había escrito. Estamos hablando, por no mas de cinco minutos, cuando un hombre se nos une. “Miranos a las dos” dice la mujer al hombre, indicándose a ella y a mi. “Juntas no llenamos uno de 85” ¿Por qué dice algo así? Ni siquiera es verdad, maldita sea, entonces ¿Por qué? ¿Está ella más podrida que yo del tema? ¿Piensa de verdad que hay algo malo con su tamaño de busto? Que ahora que los veo me parece que están bastante bien ¿Inconscientemente atraigo la competitividad en las mujeres? ¿En esa forma? ¿Qué hice para merecer esto?

En cuanto a los hombres.

Hay hombres a los que les importa, y me hacer saber que les importa. Hay hombres a los que no les importa. En ese caso, a mi siempre me importa.

Incluso ahora, cuando me han asegurado incontables veces que mi figura esta bien, ahora que soy lo suficientemente adulta para entender que la mayoría de mis sentimientos tienen muy poco que ver con la realidad de mi cuerpo, ahora, no estoy menos obsesionada con mis tetas. No puedo evitarlo. Crecí en los horribles cincuenta –con estereotipos rígidos de identificación sexual, con la insistencia de que los hombres son hombres y visten como hombres, y las mujeres son mujeres y visten como mujeres, la intolerancia a la androginia- y no me lo puedo sacar de encima, no me puedo sacudir estos sentimientos de ‘inapropiado’.

Bien, esa época se fue ¿Verdad? Todos esos exagerados ejemplos de culto a los pechos se fueron ¿No es cierto? Esas mujeres eran raras ¿No?  Ya lo se, y acá estoy sin embargo, adherida a los resultados psicológicos de todo eso. Pegada a mi propia y particular visión de culto a las tetas.

Probablemente pensarás que estoy loca para seguir así: Me senté acá para escribir una confesión que tiene por propósito shockearte con el golpe del reconocimiento, y la identificación, pero en su lugar, estás vos sentado ahí pensando que soy una desviada. Bueno ¿Pero que puedo decirte? Si las hubiera tenido, sería una persona completamente diferente. Honestamente creo eso.

Luego de ir a terapia, un proceso que hizo posible para mí poder hablar con extraños en alguna reunión, y decirles que el tamaño de mis tetas fueron causa de dificultades e inhibiciones en mi vida, siempre me dicen que estoy loca por siquiera molestarme por mi condición. También me han dicho –amigos muy cercanos- que era extremadamente aburrida y cansadora con el tema.
Y mis amigas, las que tenían unas lindas y grandes tetas, me decían todo el tiempo que su vida había sido mucho mas miserable que la mia. Les tironeaban los breteles de los corpiños en clase. No podían dormir boca abajo. Se las quedaban mirando en cualquier momento donde la palabra “montaña” era nombrada en geografía. Había sido mucho peor para ellas que para mi. La pasaron muy mal, me aseguran. No soy capaz de darme cuenta lo afortunada que fui, dicen.


He pensado en sus observaciones, traté de ponerme en su lugar, considerar su punto de vista. Y pienso que ellas, después de todo, están hablando pelotudeces.


Ensayo originalmente publicado para su columna en Esquire.
Fuente

Nora Ephron (Nueva York, Estados Unidos, 19 de mayo de 1941 - 26 de junio del 2012) fue una productora, guionista y directora de cine estadounidense.
Trabajos como guionista mas destacados:

*Cuando Harry conoció a Sally
*Sintonía de amor
*Tienes un e-mail

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