Nos anticipamos al 8 de marzo, dando comienzo a este apartado. Un texto por día; desde sus dedos contra las teclas, lápices contra las hojas, cabezas contra sí mismas y cuerpos contra todos.
Como no cumplimos con el cupo femenino dentro del staff para hacerlo propio, compartimos ensayos ajenos. Nadie habla mejor de serlo que ellas mismas.
Hoy: Tamara Tenenbaum
Nada en común
Tamara Tenenbaum es subeditora de 'La Agenda'. Estudió filosofía y trabaja en periodismo, comunicación y publicidad.
Como no cumplimos con el cupo femenino dentro del staff para hacerlo propio, compartimos ensayos ajenos. Nadie habla mejor de serlo que ellas mismas.
Hoy: Tamara Tenenbaum
Nada en común
Medida, apretada,
comentada, encorsetada:
un día en el cuerpo de una mujer.
un día en el cuerpo de una mujer.
Intuyo
que es común la fantasía que tengo desde chica de poder mirar mi cuerpo desde
afuera: medirme con estándares objetivos para saber, de verdad, cómo me ven los
demás. He buceado infinitas veces en internet buscando cosas como “¿soy linda?
test definitivo” o “las medidas ideales del cuerpo femenino” (en inglés, claro,
antes de que me avisen que nunca se encuentra nada googleando en castellano).
Para la inteligencia hay tests de CI, aunque te digan que hay que tomarlos con
pinzas. En la escuela hay notas, en la facultad también. Sobre la belleza,
nada. Nadie te puede mostrar qué ve “el ojo desprejuiciado”, si es que eso
existe. Pero estrictamente, yo sí he tenido la chance de mirar a mi cuerpo por
fuera de mí.
Tengo una escoliosis de 50 grados: mi columna no es una línea
recta ni más o menos recta, es una S. Cuando me la descubrieron, a los 12 años,
tenía más o menos ese mismo tamaño, pero yo todavía estaba creciendo. Para
evitar que “progresara” (en las escoliosis progresar es empeorar, no mejorar:
progresa la curva, no tu salud) me dijeron que tendría que usar un corsé hasta
que terminara de crecer, más o menos dos años después de “desarrollarme” (que
es la palabra que usan los médicos para decir “empezar a menstruar”). El corsé
que yo usaría, en un acto de piedad que creo que se puede atribuir a mi mamá,
sería el Boston. El Boston es como una armadura de plástico, con almohadillas
en la espalda y algunos agujeros estratégicamente recortados por un
traumatólogo, que va del esternón a la pelvis. La alternativa era el Milwaukee (hay
otros modelos, todos con nombres de ciudades norteamericanas, pero en Argentina
circulan principalmente estos dos): la estructura de plástico del Milwaukee es
más cortita, no llega a cubrirte las tetas, pero tiene una barra de metal que
termina en un cuello ortopédico. El Boston, el que usé yo, queda en general
cubierto por la ropa. No
se nota. Cuando el corsé ya era una estructura real, con sus correas y sus
apliques de gomaespuma, me costaba verlo como un reflejo de mí misma. Estaba
más bien hecho a mi medida, a la medida de la jorobita que tengo del lado
derecho de la espalda, a la medida de mi cintura dispareja. Pero había un
momento en que sí me tocaba la experiencia de ver un cuerpo que no era el mío
pero era el mío: cuando me hacían el molde.
No recuerdo si tuve 3 o 4 corsés (cada 2 años, aproximadamente,
me quedaba chico y había que hacer uno nuevo) pero sí el día que me fui a hacer
el último: el 19 de marzo de 2004, el día de mi cumpleaños número 15. No tengo
problema en forzar las coincidencias para generar esa sensación de magia que
hay en las novelas pero les juro que en este caso se dio así, no invento nada.
Recuerdo que mi mamá me preguntó si no prefería pasarlo para otro día. A mí el
simbolismo me parecía simpático (quizás ya intuía que las coincidencias son
buenas amigas de los escritores) y la verdad me daba igual: el asunto sería
igual de horrible cualquier día. También había cierta satisfacción adolescente
en demostrarle a mi mamá que ella no podía salvarme, que aunque me eligiera el
corsé menos peor y me quisiera perdonar el cumpleaños mi vida iba a ser una
mierda igual. Así que allí estábamos, el 19 de marzo a la tarde, después del
colegio, en el lugar más triste al que he entrado jamás y que no es un hospital
ni un cementerio, es una ortopedia. La Tierra del Fuego donde nos ensamblan a
los fallados.
Ya conocía perfectamente el
procedimiento. Me había elegido una bombacha linda (entera y no demasiado
desteñida, presentable) y un corpiño deportivo: si no era demasiado aparatoso a
veces podías dejártelo puesto. Una vez que llegué me dieron la camisetita
larga, que me tapaba la cola, super finita y transparente; creo que eran
descartables, por eso debían ser tan berretas. Así desvestida me hicieron pasar
a la salita donde esperaba el médico ortopedista, o algo así, eso no sé, si son
médicos o técnicos. El ortopedista, estaba casi segura, era el mismo viejo de
la vez pasada, pero nos hizo un pedido especial, a mi mamá y a mí. Tenía dos
jóvenes nuevos, recién recibidos, que necesitaban practicar; quería nuestro
permiso para que me hicieran, con su supervisión, el molde entre los dos. Le
pareció que como yo era corsetera veterana quizás no me molestaba, y como mi
mamá era médica lo iba a entender. Yo dije que sí rápido, sin detenerme a
pensarlo mucho, o pensando nomás que si a alguien le iba a servir para algo
esta tortura, pues maravilla; mi mamá lo mismo, le pareció que quizás hasta
descomprimía la
situación. Dos pibes de —casi seguro— menos de 30 años
entraron a la habitación.
Uno tenía rulos, era rubio y temblaba. El otro era morocho,
tenía el pelo medio al ras, como si fuera un cana, los brazos recios y la
sonrisa del canchero, del que sabe que no se puede equivocar. Yo igual me
enamoré de los dos, por las dudas.
Era la primera
(y última) vez que estaba sin ropa delante de dos chicos que me gustaban, que
me parecían lindos. No era lo mismo que desvestirse ante los traumatólogos
gerontes. El rubio parecía entenderlo, también; casi tenía más miedo que yo.
“No muerde la nena, eh”, tuvo que decirle el viejo cuando me quiso tomar las
medidas a 20 metros
de distancia. “La vas a tener que tocar para medirle el busto, pero ella ya
sabe y entiende. No te pongas nervioso. Casi todas las pacientes de escoliosis
son nenas y tienen la edad de ella, así que vas a tener que perder el miedo”.
Me divierte recordar exactamente lo que pensaba en esa época; no entendía nada.
Pensaba que él estaba nervioso porque yo le gustaba, porque yo también le
parecía linda. La conducta del morocho canchero la leí (igual de mal) en la
misma línea. Bastante le había costado al otro tomarme las medidas, así que
cuando llegó el momento de tocarme en serio retrocedió. El morocho se puso a
preparar la mezcla y me la pegó con confianza, lento y suave. “¿Está muy
caliente? ¿O estás cómoda así?”. Usó la sonrisa esa cómplice de los tíos lindos,
no los tíos pajeros, los tíos jóvenes lindos de tus amigas.
El rubio se terminó animando a pegarme un poco de yeso en la espalda. Casi que
estaba contenta de que estuviéramos los tres compartiendo ese momento: ellos
aprendiendo algo, haciéndolo solos quizás por primera vez, yo desvirginizándome
—también— de algo, no sabía de qué, pero de algo. Lástima que el viejo parecía
empeñado en arruinar nuestro trío: a cada rato les decía, “¿ven esta giba? Es
grande, pero para la curva que tiene no es tan jorobada la chica” o “miren,
tiene amoratada la piel arriba de las crestas ilíacas. El uso del Boston a las
que tienen la piel muy sensible les hace eso”. Debo tener la piel muy sensible.
Los moretones no se me fueron hasta los 18, un año después de dejar el corsé.
El molde queda en la ortopedia, no te
lo podés llevar; ellos se lo quedan para hacer el corsé y después se lo mandan
directamente a tu traumatólogo. Luego, en la consulta, él lo dibuja con
marcador y lo devuelve a la ortopedia para que pongan los agujeros y las
almohaditas donde a él le parece. Pero antes de guardarlo te dejan mirarlo el
molde, si querés. Lo cortan con una tijera para yeso en un costado, te ayudan a
salir y si querés te lo muestran. Mi mamá siempre hacía el mismo chiste: “mirá,
Tami, te presento a Tami”. Creo que ella quería mirarlo para ver si le daba
alguna pista sobre el estado de mi columna. A mí me intrigaban otras cosas. Me
sorprendía mucho lo poco que se veía de mis tetas en el molde: eran apenas una
convexidad, casi que ni eran redondas, eran una curvita leve. Cualquiera
hubiera dicho que no eran tetas sino pectorales de varón, si no fuera por la
otra cosa que me sorprendía: la diferencia enorme entre la cintura y la cadera. Cada corsé
que me hacía volvía al colegio y les preguntaba a mis amigas si yo era tan
caderona. Primero me decían que no; después de mucho insistir me decían que
quizás sí tenía la cadera grande en relación con la cintura, pero que eso podía
ser lindo, podía ser sexy.
Hay un concepto que leí en un debate entre (Jean-Luc) Nancy y
(Jacques) Derrida pero, si no recuerdo mal, es originalmente de Maurice
Blanchot: la comunidad de los que tienen nada en común. Creo que las mujeres
somos un poco eso. No hace falta menstruar, no hace falta ponerse una pollera,
no hace falta elegir usar un nombre de mujer. Pero si no hace falta nada, en el
océano posmoderno de las identidades fluidas, ¿qué puede ser, acaso, ser mujer?
No tengo una respuesta clara, ni creo que exista. Pero sí sé que cuando cuento
esta historia, la experiencia de la desnudez en toda su ambigüedad, muchas
mujeres asienten. “Te entiendo”, me dicen, con los ojos o con la boca. No sé cómo va a ser
en un par de décadas, o de siglos. Hoy, cuando me preguntan qué tenemos todas
en común, contesto que seguramente nada, pero que si hay algo es eso. La
sensación de estar dando examen con el cuerpo todo el día y un enigma que no da
tregua a la manija: ¿con qué nota se aprueba?
Fuente: La Agenda
Tamara Tenenbaum es subeditora de 'La Agenda'. Estudió filosofía y trabaja en periodismo, comunicación y publicidad.
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