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3. Un paso más y es predecible que quien llevaría las de perder en un pulso razonable entre opiniones se las arreglará para presentarse como una víctima de la torva intolerancia de su oponente. Por ahí desembocamos en esa libertad de expresión invocada como el incontestable derecho a mantener intactas, contra toda razón, las propias opiniones. Se oye entonces, incluso entre los hombres públicos, sin el menor rubor e incluso en el preciso momento en que convocan al diálogo, eso de que no se puede pedir a nadie que renuncie a sus ideas. ¿No estarán así confesando que las suyas, más que ideas, constituyen creencias sin base racional alguna? ; ¿que desconfían de que en un examen supieran defenderse a sí mismas y salir airosas? ; ¿O que les interesa mantenerlas, en fin, no tanto por lo que tengan de verdad como por otros beneficios que les reportan? Salvo que fueren ideas intolerables, nadie debe apremiar –ni nadie plegarse- al abandono de las propias ideas en virtud de un imperativo o una coacción de cualquier clase. Otra cosa es que lo demande el proceso mismo del razonamiento, es decir, no la fuerza del interlocutor, sino la fuerza de las ideas del interlocutor. Antes de su contraste nadie podrá nunca solicitarme esa renuncia, pero en algunas ocasiones ¿tampoco después? Pues sí, tras argumentar de manera convincente ese interlocutor puede pedir mi acuerdo y yo debo concederlo. El presupuesto básico de todo debate es la certidumbre de que los hombres tenemos en común el mundo y en especial el mundo de la palabra. Sin esa convicción básica, o sea, mientras prima el propósito del dominio y no del encuentro, cualesquiera opiniones y argumentos están de más en el espacio público. Ahora bien, una sociedad cuyos miembros se niegan a poner a prueba sus ideas y proclaman que no se dejarán convencer es una sociedad donde en cada esquina acecha el terror. Allí los individuos permanecen inmunes a la persuasión, fuera de la cual sólo cabe la fuerza bruta. Eso ya lo sabía Camus cuando dejó escrito que «un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo (. . .). Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión ».
Extracto del libro "Tantos tontos topicos" de Aurelio Arteta
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