[...] Y era como si los dos hubiéramos estado
viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado
del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin
de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a
ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos
se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había
llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se
habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos
seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como
un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e
intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de
piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella
en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba
que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y
que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos
era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el
mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.
Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta
muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío,
cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que
no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis
extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o
le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces,
mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal,
la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y
absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía
que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda
y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces
sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser
encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la
veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la
veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces
sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había
imaginado.
El túnel 1948. Capitulo 36 (Parte)
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