viernes, 11 de marzo de 2016

MUJER - V (Viajar Sola)

9:05 a.m. Posted by DC , No comments
Llegamos al último. Día cinco, texto cinco.
Cerramos el especial. Pero lo que damos por terminado es el formato, uno por día y en primera persona. Estas son cuestiones que no deben darse nunca por concluidas.

No empezamos este lunes a escribir, o publicar notas de otros, bajo esta temática, y definitivamente no será la última vez que lo hagamos.

Ahora sí, vamos al texto. Este es uno de acá y no hubo necesidad de traducción (¡Te doy las re mil gracias!)


Hoy: Josefina Licitra 


Viajar sola

El asesinato de las dos chicas en Ecuador abrió un debate sobre el riesgo de ser viajera. El recuerdo de un paseo por Chiapas con veintiún años.


Me fui a Chiapas sola a los veintiún años. Llevaba el pasaje abierto, una mochila, un par de sandalias Birkenstock, una cámara de fotos -que apenas usé- y unas ropas de bambula que se me volaban con el viento. Llevaba también –o sobre todo- una libreta de notas que perdí apenas volví de México y que ahora, con vistas a este texto, busco y encuentro con estupor y con miedo.

¿Quiero leer? Vistas desde la distancia, las notas de viaje operan como una película antigua por la que circula la mejor parte –la más intrépida- de lo que alguna vez fuimos. Ni Chiapas ni yo somos los mismos. Hemos, como mínimo, ganado heridas y perdido ingenuidad. Pero quizás esa condición mutante sea lo interesante del asunto. Así que tomo la libreta y miro. En la primera página, escrito en letras gastadas, sólo hay un nombre: Mario Alberto López Fernández. Luego hay una dirección: Ramón Corona #15, barrio de Santa Lucía, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México. Después no hay nada.

Ahora empiezo a acordarme.

Mi memoria es pésima y yo no la ayudo. Salvo que esté trabajando, tomo fotos y notas sólo cuando me resulta indispensable. Por estas dos razones, buena parte de mi biografía se construye siempre con materiales brumosos y en base a ramalazos de imágenes que van apareciendo. Puedo decir, entonces, muy pocas cosas de mi llegada a México. Sé que aterricé en el Distrito Federal de día. Que me llevó hasta el hotel un escarabajo celeste y ruidoso. Que me quejé por el precio del traslado (siempre viajo excesivamente preparada para la estafa). Que conocí la casa azul de Frida Kahlo y pensé que algún día yo tendría una casa azul. Y que mi ropa era demasiado transparente para México.

Si alguien pregunta qué fue el DF para mí –al menos esa primera vez- sólo se me viene a la mente esta escena: voy caminando con mi pollera de bambula por el Parque San Martín, cuando un hombre de bigotillos pasa a mi lado y me dice al oído una frase libidinosamente descriptiva en la que cuenta todo lo que se ve –o él cree ver- a través de la tela. Desde ese momento, el DF se transforma en una ciudad donde casi cualquier cosa puede ser leída en clave de provocación.
Me asusto, me enojo, no sé: a los tres días me voy.

Mi primer viaje sola fue a los diez años. Tenía que visitar a mi padre, que vivía en España –donde aún reside-, y por más de un motivo no había nadie que pudiera acompañarme. En los mostradores del check in mi madre pidió al personal de abordo que se hiciera cargo de mí y me cuidara en las escalas, pero la respuesta fue impensada: una azafata le pidió plata, y mi madre –que no tenía para coimas- hizo lo único que pudo hacer. Me tomó de los hombros, me miró a los ojos, me dijo: “Jose, mantenete muy atenta” y me dejó sumida en un estado de vértigo y felicidad: dos sensaciones que me ocuparían una y otra vez en los años subsiguientes, cada vez que me fuera –siempre sola- a España. Moverme en las escalas, hablar con los extraños del asiento contiguo y traducir el lenguaje binario de los aeropuertos (todo era, para mí, letras y números que había que saber leer) se transformó en un primer síntoma de libertad.

Después, a pesar de que volví a volar sola y de niña en algunas otras oportunidades, recién a los dieciocho años hubo un segundo viaje que ubico en la lista de los fundamentales. Esa vez me había ido a Europa con dos amigas y en un momento del trayecto, cuando estábamos en Praga, decidimos separarnos: ellas querían ir a Grecia y yo quería volver a España para estar unos días con mi padre. El regreso a Madrid fue en tren, de noche y acompañada por un misterioso marroquí que estaba en mi compartimiento, que se tomaba el estómago –parecía herido de arma blanca- y que preguntaba por Diego Maradona. Pero lo importante no fue eso, sino lo otro: en algún momento, sé que miré el mapa de ciudades por las que pasaba el tren y me detuve en Milán. Quería, supe de improviso, conocer Milán. Y cuando el tren llegó a la estación, en la medianoche de un sábado, tomé la mochila, me bajé sin pensarlo y recuperé aquella sensación de la infancia: el vacío en el estómago –y el arrebato vital- de saberme sola.

Pasaron desde este último episodio casi dos décadas. Y ahora, revisando estas anécdotas, noto que forman parte de la misma línea de sentido que terminó en Chiapas. El viaje a México se gestó cuando yo era chica, creció cuando me bajé del tren y alcanzó su madurez, finalmente, a los veintiún años, cuando llegué al DF convencida de que ahí empezaba una aventura iniciática y con la seguridad de que esa libertad que me colmaba había sido cocinada largamente, durante muchos años.
No recuerdo cuánto duró el viaje del DF hasta San Cristóbal de las Casas, considerado “capital cultural” del estado de Chiapas. Según la información que encuentro en Google, ambos puntos están separados por 913 kilómetros y eso significa que –si se va por tierra- el trayecto es bastante largo. En auto, el traslado toma diez horas. Y en ómnibus –que es como yo fui- todo puede durar bastante más.
De aquel viaje tengo esta imagen: hay un ómnibus oscuro y de cortinas cerradas, hay una gallina, y hay un aire caliente y robusto. “Por los costados nos pasan indios de la Selva Lacandona –dice mi libreta-. También hay militares verdes en camionetas verdes y armados hasta los dientes con metrallas verdes. Todo es verde por acá”.

Llegué a San Cristóbal de las Casas al atardecer. Era, ya a primera vista, un pueblo colonial encantador. Hoy San Cristóbal tiene 180 mil habitantes, pero en ese entonces era un páramo íntimo, encendido y prolijo, surcado por calles angostas y con edificios de inolvidable belleza. De todas esas construcciones (la Catedral, el Municipio, los caserones adaptados para el turismo) la que más recuerdo es la Iglesia de Santo Domingo. No tanto por el interior o la fachada, sino porque en la entrada se desplegaba un mercado artesanal.
Apenas bajé del ómnibus, dejé mi bolso en el hostal y fui a la feria. Allí di algunas vueltas y luego me senté en un muro a tomar aire. A mi derecha, vigilando su puesto de platería y piedras, estaba el tal Mario. Era artesano, le gustaba Fito Páez y había leído a Borges -tres factores que, en ese entonces y tal mi estupidez, te volvían buena gente casi por defecto- y dijo lo mejor que me podía decir: “No tienes pie de turista: tienes pie de viajero”. El comentario me iluminó. Yo quería ser viajera. Amaba a las viajeras. No admitía forma más temeraria de habitar la Tierra que la de mi admirada Nellie Bly: una periodista norteamericana que a fines del siglo XIX había dado la vuelta al globo en menos de ochenta días, y que luego había publicado sus crónicas en varias entregas y bajo el título La vuelta al mundo de Nellie Bly. Así que, si bien entiendo que los tipos dicen cualquier cosa con tal de coger, lo cierto es que la del “pie de viajero” fue la frase exacta. Me quedé entonces hablando con Mario y cuando llegó la noche fuimos a cenar a una fonda con un gran televisor.

“Él dice que su padre era albañil y borracho y que murió de un tiro en un asalto pero no me animo a preguntarle si el padre era el asaltado o el asaltante. También dice que su mamá lo dejó cuando él era chico. No sabe más de ella. Mario habla como arrastrando la lengua: o es tranquilo o es borracho como su padre”. Eso dice mi libreta de notas. Lo que no dice es que, hacia el final de la cena –en la que hablé de mi viaje- Mario soltó esta frase:

—Quiero ir contigo.

No estaba mal. Yo no tenía demasiados planes, pero empezamos a trazar un itinerario. Iríamos primero a las cascadas de Agua Azul, después a Palenque y después yo seguiría hasta la costa –donde me esperaban unas amigas- y él se volvería a San Cristóbal. Así lo decidimos en el bar y así lo trazamos en un mapa horas más tarde, instalados en su casa que a la vez era un taller de platería. El olor del metal era asfixiante y el taller –pequeño- era el lugar más cochambroso que había visto en mi vida.



Pero yo era joven. Allí dormí.





“Quiero aportar mi visión en el fértil terreno de la huida. Es una visión teórica, lamentablemente. Los ejes del estudio serán la población femenina escapista, el año 1904 –en el que observé interesantes éxodos, fugas, muertes y demás formas de abandono- y yo. Me asumo botón de muestra. En tal año se produjo mi nacimiento, y desde el principio sentí una especie de furia generacional que me incitaba al camino. Después descubrí que no estaba sola, un montón de féminas padecían la misma fiebre. Las primeras habían nacido en el siglo XIX. Después la temperatura bajó, hasta este hielo que nos invade: la maternidad, la moda y el amor conspiran contra las vagabundas”. Esto dice la escritora Fernanda García Lao en su libro Vagabundas.
Desde que lo leí –y porque viajé- siento que ese libro me habla.

Las cascadas de Agua Azul están al norte del estado de Chiapas y a 200 kilómetros de San Cristóbal de las Casas, y consisten en una serie de cañones y acantilados de agua de un color eléctrico, flanqueados por una vegetación de selva de montaña. Hoy –según se ve en la web- Agua Azul es un destino turístico consolidado, donde hay más de un lugar donde comer y alojarse. Pero en aquellos años el lugar era distinto: era un tesoro acuamarino al que una parte de la clase media y baja recurría cuando quería ir al Paraíso.
Nunca vi un lugar así: tan vacío, tan religiosamente bello.
Apenas llegamos, nos sentamos a orillas del río Tulijá, en un mínimo tinglado, a comer un pescado a la parrilla. Según mis notas, era una trucha que nos costó –con bebida y papas- cinco dólares, y que se ve que nos cayó bastante bien porque después de almorzar nos fuimos a caminar río arriba. Conforme nos alejábamos, la vegetación se iba haciendo más espesa y el rumor del río se mezclaba con los ruidos de la selva Lacandona. A los lados, cada tanto, se veía una cruz: algunos turistas se fiaban de la quieta superficie del agua y entonces saltaban, y morían abducidos por el fondo y sus ferocidades.

Las cruces eran, a su modo, el mensaje más claro que dejaba Agua Azul: había que respetar. La naturaleza era, siempre, la última palabra sobre todas las cosas.

—Aquí, los únicos que lograron instalarse con prudencia fueron los Rainbow –dijo entonces Mario.

Los Rainbow eran una comunidad hippie –radicalmente hippie- que vivía río arriba, entre los árboles, y que era conocida por saber relacionarse con los tzaltzal –la etnia originaria de la zona- y por haberse comido todos los hongos alucinógenos de la comarca. Los Rainbow dormían en hamacas, eran rubios y eran –sobre todo- invisibles, lo que significa que a la vez eran un mito. Y si bien nunca vi uno, desde ese momento supe que los Rainbow encarnaban buena parte de lo que yo quería –o creía que quería- para mi vida de entonces. “Busco a los Rainbow sin suerte. ¿Existen? –leo en mi libreta de notas-. Hasta ahora sólo veo nenitas tzaltzal. Se bañan en silencio y friegan la ropa en silencio. Muchas son hermosas, todas son flacas. En la tarde bajan a vender tortas, frutas y plátanos. Están descalzas. Mario dice que no usan calzado porque las aleja de la tierra y que eso es cultura. Yo pienso si será pobreza. Cuándo es cultura y cuándo es pobreza: un misterio”.

Un rato después, regresamos por el mismo camino, al costado del río, y con la caída del sol buscamos un lugar donde dormir. Para pasar la noche había unos cuartos de siete dólares que tenían, por toda facilidad, cuatro puertas, un techo y una cama. Y aparte, por tres dólares, había unas hamacas anudadas a los árboles. Descansamos allí, en las hamacas, en la noche más viva del mundo y con el grito sordo de las aguas a nuestras espaldas.
A la mañana siguiente fuimos a las Ruinas de Palenque, ubicadas a poco más de 60 kilómetros de Agua Azul. Ese era el último tramo que haríamos juntos. Yo me encontraría luego con unas amigas en la costa del Caribe. Dado que era un día especial, desayunamos ceremoniosamente unos sándwiches de queso y una enorme jarra de jugo de sandía. Después partimos. El trayecto fue breve. En el camino a Palenque –que hicimos en ómnibus- iban pasando las decenas de familias que trabajaban el plátano, el café y el maíz, a la vez que Mario funcionaba como una suerte de parlante que traducía y aportaba –como si hiciera falta- el lado social del asunto. Mario hablaba de pobreza, de familias al límite y del Subcomandante Marcos: el hombre que dos años atrás –en 1994- y a través del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, había iniciado un movimiento para devolverles a los indígenas algo de la dignidad y del poder perdidos.

“Algo falló con todo esto cuando los que tienen dinero son los turistas, y no los hijos de Tikal” dice mi libreta que dijo Mario. Pero luego de esa frase no hay más nada. Ni una sola palabra. Esa línea es lo último que llevo escrito y la razón es vergonzosamente prosaica: el jugo de sandía -supe al llegar a Palenque- había sido preparado con agua de la canilla, por lo que mi paso por las ruinas -una zona arqueológica maya ubicada en plena Selva Lacandona, bastante mas exuberante que Chichén Itza- fue un calvario del que salí reptando.
Del último día de mi viaje iniciático tengo varios recuerdos, pero prefiero ahorrárselos al mundo y filtrar esta única síntesis: lejos de llorar por la despedida, me subí al ómnibus rumbo a Playa del Carmen con el alivio de saber que en la Riviera Maya había farmacias. En cuanto a Mario, nos intercambiamos señas, juramos escribirnos y –como corresponde- no nos escribimos nunca. Pero acabo de buscarlo y tiene Facebook.

Qué terrible, pienso cuando veo su foto.
Cómo pasan los años.






(Este texto fue publicado en el libro “Mujeres que viajan solas”, editado por el diario chileno “El Mercurio”.)


Josefina Licitra es periodista y narradora. Su último libro es El agua mala. Escribió para Rolling Stone, Revista Orsai, Newsweek, Vogue, Brando, El País Semanal, Etiqueta Negra y Gatopardo, entre otras. En 2004 ganó el premio CEMEX-FNPI en la categoría texto. Dictó talleres de crónica periodística y publicó el libro de crónicas Los Imprudentes.

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