viernes, 17 de mayo de 2013

Es una persona muy normal

1:16 p.m. Posted by DC No comments
Normal es aquí el individuo que se ajusta a lo común, quien no se desvía de la media. No se destaca ni para bien ni para mal, que no resulta nada extraordinario. Es un miembro anónimo de la mayoría. Un tipo vulgar y corriente, un humano medio, del montón; una medianía o un mediocre.

  Es una persona muy normal (*)


"Es una persona, ¿cómo te diría yo? ... de lo más normal. Y nos quedamos tan satisfechos, como si en tal adjetivo hubiéramos resumido lo mejor que cabría decir de quien hablamos. El interlocutor asiente complacido: acaba de comprender que el tipo en cuestión viene a ser, poco más o menos, como él. Además de asegurar nuestra complicidad, tan vagarosa descripción del otro nos ahorra entrar en mayores detalles. Otro tanto ocurre cuando, siendo uno mismo el interrogado, cada cual se tiene por una persona normal. Como el resto de los lugares comunes, también éste es hijo de la pereza mental (“opinión pública, perezas privadas”, nos martilleó Nietzsche) y no menos de un cierto afán de seguridad: a saber, el de no estar solos y ser admitidos por los demás como un igual. Pero el caso es que ese “normal” encarna un atributo paradójico, que subraya como lo más propio de uno precisamente lo que vale para casi todos. No es la única mala pasada que este vocabulario nos juega, como enseguida vamos a ver.
1. En el uso cotidiano nos servimos al menos de dos acepciones de «normal» que es bueno mantener separadas. Para empezar, hay cierta mente un sentido sociológico por el que «normal » se contrapone a anormal y escaso, raro o extraño, excepcional y anómalo; o, si se prefiere, a lo extravagante y fuera de lugar. Lo normal es así lo común, regular, habitual y ordinario, lo más o menos constante y por ello previsible. En este primer sentido, el uso del término «normal» para referirse a un individuo, conducta o suceso es ante todo descriptivo, pues no contiene un juicio de valor ni mandato alguno de adecuarse a esa normalidad. No lleva aparejada una «normalización», porque tampoco pretende «normalizar» nada; a su través simplemente se constata una realidad, la alta frecuencia con que algo ocurre (o se espera que ocurra), se da cuenta de una media estadística.

Normal es aquí el individuo que se ajusta a lo común, quien no se desvía de la media. Nos referimos, pues, a alguien que no destaca ni para bien ni para mal, que no resulta nada extraordinario. En realidad, el así juzgado tendría todo el derecho a sentirse ofendido. Tan lejos está de ser nada del otro mundo, que piensa y hace lo de todo el mundo. Se trata de un hombre como los de más, alguien perfectamente intercambiable por cualquier otro, un miembro anónimo de la mayoría. En definitiva, un tipo vulgar y corriente, un humano medio, del montón; una medianía o un mediocre. Pare ce difícil hacer de esa cualidad un timbre de gloria.

Pero pasemos a la acepción médica o clínica de « normal». Aquí, según unas pautas de buena salud del organismo humano, el individuo normal sería el sano y el anormal el enfermo. Lo normal viene a significar en este caso lo correcto y adecuado, lo conveniente para el buen funcionamiento físico del ser humano, cuyo contrario sería lo patológico. Más claro aún hablaría la psiquiatría, para la que el normal se distingue de quien padece cualquier trastorno mental o está afectado por alguna minusvalía psíquica. Y en este mismo sentido, por cierto, se usa el término «normal» en moral y en política, al designar una persona cuyas ideas o comportamientos privados o públicos son los que su sociedad tiene por decorosos. Salta a la vista que, a diferencia del primer sentido, estos últimos -el médico, igual que el moral y político- transportan ya una aspiración, un cierto deber ser. Lo normal significa ahora lo debido, mientras que lo que está alejado de ello representa lo indeseable y hasta lo perverso. La normalidad no es ya el objeto de una mera descripción, sino que encierra una prescripción, un desiderátum. En una palabra, lo normal se convierte inmediatamente en objetivo de una norma práctica, en regla para la acción correcta.

Pues bien, en el tópico acerca de la «persona normal» ambos sentidos se hallan amalgamados y confundidos. Lo que venimos a decir del individuo o comportamiento normales es que, siendo así, es como (se) debe ser; o sea, que lo bueno es ser normal o como la mayoría. Consagramos el dato sociológico como pauta a seguir, como modelo de conducta. De modo que el tópico de marras encierra un sentido inequívocamente moral y transmite un ideal de existencia. Y este tipo de hombre ha ordenado publicar en todas las esquinas la siguiente consigna: la mayoría somos normales: luego todos deben serlo. El hecho rige como derecho, la normalidad se vuelve normativa y el/lo normal se convierte en norma. 

A menos que sólo se pretenda excluirle del reino de los locos, reputar a alguien de normal es considerarle como sujeto a la norma, un Individuo que vive como Dios manda, o sea, como está mandado. Quien supuestamente lo ordena puede ser el Papa o el Estado, su jefe inmediato, la televisión o la costumbre local, pero en cualquier caso nuestro hombre normal se atiene a lo establecido. Nada hace sospechar en él ninguna voluntad de rebelión, de inventarse sus propias reglas, de ser dueño de sí. Lo suyo es acatar lo que le echen, sin asomo de interrogación por el fundamento de aquella norma o por la autoridad de quien la dicta. Sumiso por naturaleza o por experiencia, cree que ése es el modo de alcanzar lo más alto a que de verdad aspira: asegurar su supervivencia.

2. He ahí la contemporánea transvaloración de los valores. Si Adorno ya había denunciado que «la normalidad es la enfermedad de nuestro siglo», nosotros asistimos a la apoteosis incontestable del hombre normal. Pese a su carácter inconsciente, el lenguaje de la normalidad delata la vara de medir de quien lo emplea. Y como al mismo tiempo es la lengua normal y normalizada, pone de manifiesto la tabla de valores socialmente vigente. Cuando el apelativo de «normal» sirve para enaltecer a alguien, en lugar de para ignorarlo o incluso denigrarlo, proclamamos la uniformidad y la semejanza como máximas virtudes. Lo sepamos o no, celebramos la mediocridad como ideal, es decir, hacemos de la carencia de valor el valor más venerado.

Y, al contrario, reservamos nuestra reprobación, más aún que para lo bajo, para lo que se distingue y se sale de la regla por arriba. Que nadie destaque, que nadie sobresalga, todos hemos de ser iguales: tales son los lemas normales del hombre normal. Su campaña, la guerra contra la diferencia y sobre todo contra la excelencia. Por haber malentendido la democracia, se confunde la debida igualdad de derechos con la impensable igualdad de capacidades. Por alejarse de la odiosa competitividad mercantil, se reniega tanto de la competición o emulación necesaria entre las destrezas humanas como del individuo competente. Todo lo raro, o sea, lo escaso y valioso, recibe enseguida un signo de interrogación y dispara la sospecha del individuo normal. La ética queda así literalmente puesta del revés.

Tras la reivindicación de la normalidad como índice de valor suele ocultarse el espíritu del rebaño. En cada caso lo que importa es quedarme al calor de los míos, construir y preservar la propia identidad a costa de identificarme sin fisuras con la del grupo. Sólo si soy como los demás me pongo a resguardo, de modo que me adelanto a consagrar la norma de mi parroquia como lo bueno. Puesto que no deseo ser libre, sino estar arropado, evito las otras opciones: el distinguido es siempre mi enemigo. Más grave  pero no menos frecuente, es que el elogio del normal encubra el resentimiento. Es la actitud de quien, como no quiere o no puede alzarse hacia lo superior, pone todo su empeño en rebajarlo a su altura. Para éste cualquier muestra de excelencia en el otro será sólo aparente y ya se encargará él de buscarle sus sórdidos orígenes. Desprovisto del sentido de lo mejor, es incapaz de admiración; más aún, al menor atisbo de lo admirable reaccionará como ante una ofensa personal. Para no ver su propia miseria, ha de decretar la miseria general.

Bajo esta dictadura el excelente tiene que disimular su distinción, no sea que los demás le reprochen precisamente un pérfido propósito de elevarse sobre ellos; que no se le ocurra exhibir sus cualidades, porque podría ser acusado de un afán de hacerles de menos. Es alguien que viene a turbar el satisfecho descanso en nuestros hábitos y opiniones, que son los de la mayoría de nosotros. ¿Qué se habrá creído? ¿Acaso se atreverá a darnos lecciones?

De modo que, al tildar al otro de normal, se produce un refuerzo del propio yo mediante la reafirmación del nosotros que nos acoge a uno y a otro. Si ése es normal es porque yo mismo, que así lo juzgo, me tengo por tan normal como él. Y, al expresarlo, busco también el asentimiento del tercero que me escucha y todos juntos nos sabemos formando parte de la comunidad de los normales, o sea, de los elegidos. Ese presunto conocimiento de qué sea lo normal -a saber, lo que yo soy, y pienso y hago, etc. me eleva además a la doble condición de legislador y juez, me convierte a un tiempo en proveedor de normas el impartidor de veredictos. Quien se refugia en la normalidad como valor supremo, en fin, viene a decir simplemente que se conforma y contenta con ser como todos. Camus lo afirmó sin rodeos: «El problema más grave que se plantea a los espíritus contemporáneos: el conformismo». Que nadie le exija a esa persona normal mayores rendimientos, que se le admita como es porque no cree tener nada que mejorar. Y, en justo pago por todo ello, él mismo renuncia por adelantado a exigir del otro nada mejor y comienza así por tranquilizarle concediéndole gustosamente a la recíproca el título de persona normal. Tal es el precio para ser aceptado en la comunidad de los iguales. Se ha impuesto la plantilla, la podadera.


Aferrarse a la normalidad como última norma, ésa es la justificación nuclear de los actos del hombre normal, aunque algunas de sus consecuencias sean menos halagüeñas de lo que imagina. Escuchemos a Moravia: «Los hombres normales no eran buenos ( . . . ) , porque la normalidad se pagaba siempre, consciente o inconscientemente , a un precio muy caro , con una serie de complicidades varias, pero todas negativas, de insensibilidad, estupidez, vileza, cuando no precisamente de criminalidad » . Que se puede ser criminal sin dejar de ser normal, o incluso precisamente por serlo, es algo que se ha probado con creces y de lo que los noticiarios nos informan cada día.

3. Lo más llamativo de esta normalidad, consagrada como categoría ética o solapado ideal de conducta, es la subversión del auténtico talante moral. El deber del hombre normal es exactamente el opuesto al deber moral del hombre. Porque desde los tiempos más clásicos hasta los contemporáneos la moral no nos predica otra cosa que la búsqueda de la propia excelencia. Al revés que la mediana meta de la normalidad, la virtud moral radica en el cumplimiento descollante de nuestra humanidad. No consiste en una impotencia consentida por hallarse bastante repartida, sino en una potencia declarada; no es el mero aprobado lo que busca merecer, sino el sobresaliente.

Y es que la tarea moral es justamente la tarea del héroe. Hablamos del héroe que cada cual puede llegar a ser con tal de entender que su vida sólo puede ser humanamente vivida como la aventura de su libertad. Somos morales porque somos seres libres, pero esa libertad es lo primero a lo que renuncia la persona normal cuando se propone recorrer la senda trazada por la mayoría. Nada más fácil, pero tampoco menos moral, que contentarse con acomodar nuestro pensamiento y acción a lo que se piensa o se hace. El ideal de la normalidad es lo menos ideal que cabe, sencillamente porque coincide con lo dado y lo predeterminado. ¿O hay algo más normal -regular y previsible- que lo natural, eso que ya viene fijado por una ley universal? El hombre es literalmente un ser anormal, constituye la excepción misma entre los seres vivos, porque no ti ene más norma que su libertad ni, por tanto, otra regla o deber que los de inventarse a sí mismo a cada paso.

A lo mejor todo lo dicho puede condensarse en una sentencia que suena a provocativa: el hombre normal se quiere muy poco a sí mismo. No digo con ello que sea un ser desprendido, nada de eso. Ese hombre se quiere poco porque desea muy poco para sí y los suyos, porque pone su felicidad en objetivos demasiado pobres o trillados, porque se quiere muy mal. Hay que enseñarle a depurar y ensanchar su egoísmo, a descubrir un bien mucho más valioso que los bienes habituales en los que se recrea. Hay que animarle a ser anormal, al menos un poco raro, hombre.




(*) Capitulo completo de "Tantos tontos topicos" de Aurelio Arteta

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